Mendigo
(1783)


Si los vagabundos tuvieran un santo patrono, sería San Benito José Labre.

Desde niño le atraía dominar con la miseria su cuerpo, para que el alma quedara más libre

para volar hacia Dios. Ya a los doce años ponía como cabecera para dormir una tabla

y desde los 16 hasta su muerte durmió siempre en el duro suelo. Tanto que la gente llegó

a llamarlo "el santo que duerme en el suelo".

Oración

Este buen hombre sí que cumplió aquello que dijo Jesús: "Si el grano de trigo cae

en la tierra y muere, produce mucho fruto". Quiera Dios que como él sepamos mortificarnos

en esta vida para reinar por siempre en la eternidad.

Historia

Nació en Bologna, Francia, en 1748. Era el mayor de los quince hijos de un librero acomodado.

Sus padres lo colocaron a estudiar junto a un tío sacerdote, el Padre Santiago, que todo

se lo daba a los pobres y a quien la gente llamaba "un nuevo San Vicente".
Benito José sentía una enorme inclinación a la lectura de la Sagrada Escritura y a leer

Vidas de Santos y libros religiosos. Tanto que su tío tenía que recordarle de vez en cuando

que debía dedicar también tiempo suficiente a estudiar otras materias. Otra de sus inclinaciones

era hacia la vida retirada del mundo, hacia la vida de oración y de meditación, apartado

del trato con los demás.
Su tío sacerdote murió por atender a enfermos de peste, y entonces Benito José se propuso

entrar a algún convento donde la vida fuera totalmente dedicada a la oración, el silencio

y las penitencias. Viajando a pie centenares de kilómetros, muchas veces por entre la nieve,

visitó varios conventos de Cartujos y de Trapenses (monjes en perpetuo silencio) pero

en cada convento le respondieron que la edad mínima para entrar era de 24 años, y que como

sólo tenía 20 años, no podía ser admitido. Al fin en un convento hicieron una excepción

y lo admitieron, pero entonces le llegó la enfermedad de los escrúpulos (imaginar que es pecado

lo que no lo es) y le empezaron terribles angustias, que el mismo Superior tuvo que aconsejarle

que se retirara, porque su temperamento no era para vivir encerrado en un convento.

Benito bajó humildemente la cabeza y dijo: "Hágase la santa voluntad de Dios", y se alejó

meditabundo
Desde entonces empieza Benito José una vida poco común. Dispone conseguir la santidad

siendo un perpetuo mendigo, un peregrino errante, de santuario en santuario. Benito se propuso

dedicar muchos años de su vida a visitar los santuarios más famosos de Europa, a pie, descalzo,

pidiendo limosna, vestido como un pordiosero y dedicado únicamente a rezar, meditar

y hacer penitencia. 
Andaba descalzo (aun en plena nieve, pedregales o barro) con un vestido sumamente viejo

y descolorido, lleno de remiendos. Con un pobre morral donde únicamente llevaba la Imitación

de Cristo y un Devocionario para leer los Salmos y otras oraciones, practicaba el consejo de Jesús:

"No llevéis alforja con provisiones, ni dinero, ni dos túnicas" (Mr. 6,8). Se propuso ser un monje errante,

un vagabundo de Dios, un ser tan espiritual que olvidado de su cuerpo, vivirá de lo que a los demás

les sobre. Para siempre será ya un peregrino errante. Sobre su camisa remendada lleva un escapulario

y un crucifijo. Las primeras tres noches que estuvo en Roma (después de viajar centenares

y centenares de kilómetros desde Francia, a pie, pidiendo limosna) las pasó en un hospicio de pobres,

pero luego le pareció que eso era demasiado lujo para él y en adelante dormirá siempre

a la intemperie o en el quicio de una puerta, o bajo un puente, o al abrigo de una escalera,

o donde la noche lo sorprenda. Nunca aceptaba un lecho o una cama. Lo más que aceptaba

era un costal para acostarse en él. Quería asemejarse a Jesús que no tenía ni una piedra para recostar

la cabeza. Su filosofía era la de las avecillas del cielo, a las cuales Dios alimenta y que no viven

preocupadas por el día de mañana, porque el Padre Dios sabe muy bien que es lo que vamos a necesitar.

Las personas ordinarias al verlo sentían desprecio por él y los orgullosos hasta le tenían asco,

pero las personas muy espirituales sentían hacia él una honda admiración.
Como si fuera un monje cartujo, por los caminos no hablaba con nadie, a no ser que sintiera

la inspiración para decirle alguna palabra espiritual a alguien. Cuando le daban una limosna

(que él nunca pidió a nadie) daba las gracias y buscaba a otro más pobre para dársela a él.

Andaba por todos esos caminos de Europa de santuario en santuario, desde España hasta Francia,

Alemania, Italia, etc., absorto, como dedicado a la contemplación y a hablar con Dios.

Cuando llegaba a un santuario se pasaba los días enteros orando allí ante la santa imagen.

Cuando oraba ante el Santísimo Sacramento o ante un crucifijo se le pasaban las horas

sin darse cuenta y a veces se elevaba varios centímetros por los aires.
A un sacerdote que le preguntó de qué estaba compuesto él para ser capaz de soportar

semejante vida le dijo: "Mi cerebro está compuesto de fuego para amar a Dios. Mi corazón

es de carne para poder tener caridad para con el prójimo. Mi voluntad es de bronce

para tratarme duro a mí mismo".
A otro que le recomendó que no durmiera en el suelo le respondió: "Me parece que Dios quiere

que yo le sirva de esta manera. Los pobres dormimos en el lugar donde nos llega la noche…

los que ya nos acostumbramos a la pobreza no necesitamos cama demasiado cómoda

para dormir… además en este modo de vivir siento más facilidad para comunicarme con el buen Dios".
Las gentes le demostraban mucho desprecio y nada deseaba él tanto como ser despreciado

y tenido por nada. Pero nunca lo lograban despreciar los otros como se despreciaba a sí mismo.

Un hombre le regaló un día una limosna y Benito José se apresuró a obsequiársela a otro

más pobre que él. El que le había dado la limosna creyó que eso era un desprecio y le dio

una fueteara. Benito se dejó golpear sin pronunciar una sola palabra. En un santuario

lo confundieron con un ladrón y lo sacaron a rastras del templo hacia la plaza.

El no se defendió. En Gascuña se acercó a atender a un herido y las gentes dijeron que

era él quien lo había atracado y le dieron una paliza. No dijo ni una palabra.

Imitaba a Jesús de quien siete veces dice el Evangelio que callaba, mientras lo maltrataban.
Era tan flaco y desgastado que al dormir enroscado en un rincón las gentes lo confundían

con un perro dormido y le daban patadas para que se fuera.
Y mientras más se humillaba él, más se preocupaba Dios por elevarlo. Su padre confesor

que al principio dudaba mucho de él, se fue convenciendo cada día más y más de que se trataba

de un verdadero santo y fue recogiendo datos para su biografía. Don Jorge Zittli un convertido,

vio un día que Benito José se acercaba a una mujer que lloraba porque su hijito agonizaba

y le dijo: "Deja de llorar mujer, que tu niño ya está bien", y al colocarle la mano

sobre la cabeza del niño, éste quedó instantáneamente curado.
Desde 1777 su devoción preferida será asistir a las "Cuarenta horas", esta hermosa devoción

que consiste en exponer la Santa Hostia (o sea el cuerpo de Cristo), y dedicarse los parroquianos

durante 40 horas a rendirle, por turnos, piadosa adoración. Donde quiera que en Roma hubiera

40 horas en un templo, allí estaba Benito José los tres días adorando al Santísimo Sacramento.

Tanto que la gente lo llamaba "El santo de las cuarenta horas".
El padre Daffini vio a Benito en el templo de los Santos Apóstoles, rodeado por un gran

resplandor, mientras adoraba la Santa Hostia. María Poeti lo vio lleno de resplandores

y elevarse sobre el suelo mientras adoraba al Señor en la Eucaristía. El padre Pompei,

Capellán de Santa María La Mayor vio que sobre el corazón de nuestro santo

se veían llamaradas mientras adoraba la Santa Hostia.
Los últimos años pasaba los días enteros en los templos orando y por las noches

iba a dormir en las ruinas del Coliseo.
La debilidad lo obligó en sus últimos días a aceptar ser recibido en un albergue de mendigos

de Roma, y allí su obediencia y su piedad llamaron la atención a los encargados.

Benito era siempre el último en acudir a recibir su porción de sopa, y con frecuencia

la regalaba a otro que tenía más hambre que él.
A principios de la cuaresma de 1783 adquirió un violento resfriado y el Miércoles Santo

estando rezando en un templo cayó desmayado. Muchos acudieron a socorrerlo

y un carnicero lo llevó a su casa para atenderlo. Le aplicaron la Unción de los Enfermos

y el Jueves Santo - 16 de abril - a la madrugada pasó a la eternidad. Aquella mañana mientras

las campanas de los templos de Roma repicaban en la ceremonia del Jueves Santo,

su alma volaba a escuchar los repiques de gloria en el Reino de los Cielos.
Apenas se supo la noticia de su muerte, muchos niños empezaron a gritar por las calles:

"¡Ha muerto el santo! ¡Ha muerto el santo!", y un gentío enorme acudió a venerar

sus despojos y empezó una cadena admirable de milagros junto a sus reliquias.
Exactamente cien años después de su muerte, en 1883, fue declarado santo

por el Sumo Pontífice. Varios volúmenes de documentos en Roma comprueban su gran santidad.



































































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