Jubileo de la Misericordia



El Jubileo de la misericordia, también llamado coloquialmente Año de la Misericordia,

 es un jubileo que se celebra durante el Año Santo Extraordinario que comenzó

el 8 de diciembre de 2015 y concluirá el 20 de noviembre de 2016, para celebrar

el quincuagésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, profundizar

en su implantación y situar en un lugar central la Divina Misericordia,

con el fortalecimiento de la confesión.



Preparaciones

El papa Francisco anunció el viernes 13 de marzo en la Basílica de San Pedro, durante

la Jornada penitencial, la celebración de un jubileo de la Misericordia, un año santo

 extraordinario. La preparación del jubileo estuvo a cargo del Pontificio Consejo

para la Promoción de la Nueva Evangelización.

Papa Francisco:

Queridos hermanos y hermanas he pensado a menudo en cómo la Iglesia puede poner

más en evidencia su misión de ser testimonio de la misericordia. Es un camino que inicia

con una conversión espiritual.
Por esto he decidido convocar un Jubileo extraordinario que coloque en el centro

la misericordia de Dios. Será un año santo de la Misericordia, lo queremos vivir a la luz

de la palabra del Señor: 'Seamos misericordiosos como el Padre'. (...) Estoy convencido

de que toda la Iglesia podrá encontrar en este Jubileo la alegría de redescubrir y hacer fecunda la misericordia de Dios, con la cual todos somos llamados a dar consuelo

a cada hombre y cada mujer de nuestro tiempo. Lo confiamos a partir de ahora

a la Madre de la Misericordia para que dirija a nosotros su mirada

y vele en nuestro camino”.



La bula por la que se convocó el año jubilar, la Misericordiae Vultus, fue publicada

el 11 de abril de 2015. En esta se confirmaron las fechas y se añadió que el siguiente

domingo a la apertura del año de la misericordia se abriría la Puerta Santa

de la Archibasílica de San Juan de Letrán, catedral de Roma, siguiéndole a esta la apertura

de las restantes puertas santas de las cuatro basílicas mayores de Roma, además,

de establecer que en cada catedral durante este año se abra una puerta similar

de la misericordia.



​Logo e himno









































El logo fue diseñado por el sacerdote jesuita Marko Ivan Rupnik representando

un compendio teológico de la misericordia. En el aparece Cristo cargando sobre

sus hombros al hombre extraviado, fundiendo ambos sus ojos, imagen recuperada

de la Iglesia antigua, en la que Cristo mira con los ojos del hombre y el hombre

con los de Cristo. La escena se encuentra en una mandorla que representa las dos naturalezas de Cristo, la divina y la humana. En el interior se encuentran tres óvalos concéntricos, siendo más oscuro el interior y más claro el exterior, lo que representa

el movimiento por el cual Cristo saca al hombre de la oscuridad del pecado y la muerte.

 En el exterior aparece el lema «Misericordiosos como el Padre», extraído del evangelio

de Lucas.

El 5 de agosto de 2015 se publicó en Youtube el himno oficial del año de la misericordia escrito por el sacerdote jesuita Eugenio Costa y compuesto por el católico Paul Inwood,

con versos de los evangelios, corintios y salmos. La grabación se realizó en la capilla

musical pontificia y hace referencia en su texto a la Santísima Trinidad invocando continuadamente la sabiduría de Dios Padre, haciendo una alabanza a Dios Hijo



e invocando los siete dones del Espíritu Santo.


























Celebraciones


Inauguración



                                         Puerta Santa de San Pedro

  Este jubileo comenzó con la apertura de la Puerta Santa 

  en la Basílica de San Pedro durante la Solemnidad

  de la Inmaculada Concepción el 8 de diciembre de 2015 

  y en todo el mundo se abrieron puertas santas en catedrales

  y basílicas.  Sin embargo la de San Pedro no fue la primera

  Puerta Santa, que Francisco abrió con motivo del año

  de la misericordia, ya que en su visita pastoral a la República

  Centroafricana, el día 29 de noviembre, 9 días antes

  del comienzo oficial, abrió la Puerta Santa de la Catedral

  de Nuestra Señora en la capital Bangui. Fue la primera

  Puerta Santa abierta por un Papa, fuera de Roma.

  Posteriormente, el 13 de diciembre, el Papa abriría

  la Puerta Santa de San Juan de Letrán;

  el 18 de diciembre la Puerta Santa de la Caridad

  en un centro de acogida en Termini .

  El 1 de enero, Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, 

  Francisco abrió la Puerta Santa de la Basílica

  de Santa María la Mayor  y el 25 de enero la de la Basílica

  de San Pablo Extramuros .

Acontecimientos

El 18 de diciembre de 2015, se anunció la canonización de la Madre Teresa de Calcuta,

quien fue modelo de misericordia. La canonización tendrá lugar el 4 de septiembre

de 2016 .

Entre el día 3 y 11 de febrero por el año de la misercordia, se encontraron en Roma,

los restos de San Pío de Pietrelcina y San Leopoldo Mandic, dos santos capuchinos.

El día 9 de febrero el Papa Francisco presidió un misa en la plaza de San Pedro

con sacerdotes capuchinos de todo el mundo, al día siguiente (Miercoles de Ceniza)

envía a dichos sacerdote como misioneros de la misericordia.

Los restos de San Pío de Pietrelcina fueron trasladados el día 11 a Pietrelcina, su lugar

de nacimiento, permaneciendo en dicho lugar hasta el día 14, conmemorando 100 años

de su partida de aquella ciudad (el 17 de febrero de 1916), donde vivió durante 29 años.






















El día 12 de febrero el Papa Francisco, parte a una Visita pastoral a México, con una breve escala en el Aeropuerto Internacional José Marti, se reunió con el Patriarca de Moscú 

Cirilo I, donde luego de una reunión de tres horas, firmaron una declaración conjunta

de 30 puntos.

El 30 de julio será la Jornada Mundial de la Juventud en Cracovia.

Clausura

El Jubileo de la Misericordia concluirá el 20 de noviembre de 2016, celebrando la Solemnidad de Cristo Rey, con el cierre de la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro. Previamente, el día 13 de noviembre, se cerrarán todas las Puertas Santas

excepto la de San Pedro.






Misericordiae Vultus



Misericordiae Vultus (“El Rostro de la Misericordia”) es la bula con la que el papa Francisco convocó el Jubileo de la Misericordia el día 11 de abril de 2015,

víspera de Fiesta de la Divina Misericordia. Fue leída en la plaza de San Pedro,

ante la Puerta Santa, por el protonotario apostólico Leonardo Sapienza en presencia

del papa y muchos cardenales y obispos, para extenderla a toda la Iglesia.

La bula consta de 25 párrafos, estableciendo en los primeros las explicaciones teológicas

y espirituales de la misericordia y destacando el «misterio de la misericordia».

Proclama el 8 de diciembre de 2015, que marca el día L aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II como la apertura del Año Santo porque, según el papa Francisco,

«la Iglesia siente la necesidad de mantener vivo este evento».



BULA DE CONVOCACIÓNDEL JUBILEO EXTRAORDINARIO
DE LA MISERICORDIA

FRANCISCO
OBISPO DE ROMA
SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS

A CUANTOS LEAN ESTA CARTA
GRACIA, MISERICORDIA Y PAZ

1. Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. El misterio de la fe cristiana

parece encontrar su síntesis en esta palabra. Ella se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado

su culmen en Jesús de Nazaret. El Padre, “rico de misericordia” (Ef 2,4), después de haber revelado su nombre a Moisés como “Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira,

y pródigo en amor y fidelidad” (Ex 34,6) no ha cesado de dar a conocer en varios modos

y en tantos momentos de la historia su naturaleza divina. En la “plenitud del tiempo”

(Gal 4,4), cuando todo estaba dispuesto según su plan de salvación, Él envió a su Hijo

nacido de la Virgen María para revelarnos de manera definitiva su amor. Quien lo ve a Él

ve al Padre (cfr Jn 14,9). Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda

su persona revela la misericordia de Dios.

2. Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia.

Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad.

Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando

mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida.

Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza

de ser amados no obstante el límite de nuestro pecado.

3. Hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados

a tener la mirada fija en la misericordia para poder ser también nosotros mismos

signo eficaz del obrar del Padre. Es por esto que he anunciado un Jubileo Extraordinario

de la Misericordia como tiempo propicio para la Iglesia, para que haga más fuerte

y eficaz el testimonio de los creyentes.

El Año Santo se abrirá el 8 de diciembre de 2015, solemnidad de la Inmaculada

Concepción. Esta fiesta litúrgica indica el modo de obrar de Dios desde los albores

de nuestra historia. Después del pecado de Adán y Eva, Dios no quiso dejar la humanidad

en soledad y a merced del mal. Por esto pensó y quiso a María santa e inmaculada

en el amor (cfr Ef 1,4), para que fuese la Madre del Redentor del hombre.

Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón.

La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner

un límite al amor de Dios que perdona. En la fiesta de la Inmaculada Concepción

tendré la alegría de abrir la Puerta Santa. En esta ocasión será una Puerta

de la Misericordia, a través de la cual cualquiera que entrará podrá experimentar

el amor de Dios que consuela, que perdona y ofrece esperanza.

El domingo siguiente, III de Adviento, se abrirá la Puerta Santa en la Catedral de Roma,

la Basílica de San Juan de Letrán. Sucesivamente se abrirá la Puerta Santa en las otras Basílicas Papales. Para el mismo domingo establezco que en cada Iglesia particular,

en la Catedral que es la Iglesia Madre para todos los fieles, o en la Concatedral

o en una iglesia de significado especial se abra por todo el Año Santo una idéntica Puerta

de la Misericordia. A juicio del Ordinario, ella podrá ser abierta también en los Santuarios, meta de tantos peregrinos que en estos lugares santos con frecuencia son tocados

en el corazón por la gracia y encuentran el camino de la conversión.

Cada Iglesia particular, entonces, estará directamente comprometida a vivir

este Año Santo como un momento extraordinario de gracia y de renovación espiritual.

El Jubileo, por tanto, será celebrado en Roma así como en las Iglesias particulares

como signo visible de la comunión de toda la Iglesia.

4. He escogido la fecha del 8 de diciembre por su gran significado en la historia reciente

de la Iglesia. En efecto, abriré la Puerta Santa en el quincuagésimo aniversario

de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La Iglesia siente la necesidad

de mantener vivo este evento. Para ella iniciaba un nuevo periodo de su historia.

Los Padres reunidos en el Concilio habían percibido intensamente, como un verdadero

soplo del Espíritu, la exigencia de hablar de Dios a los hombres de su tiempo

en un modo más comprensible.

Derrumbadas las murallas que por mucho tiempo habían recluido la Iglesia

en una ciudadela privilegiada, había llegado el tiempo de anunciar el Evangelio

de un modo nuevo. Una nueva etapa en la evangelización de siempre.

Un nuevo compromiso para todos los cristianos de testimoniar con mayor entusiasmo

y convicción la propia fe. La Iglesia sentía la responsabilidad de ser en el mundo

signo vivo del amor del Padre.

Vuelven a la mente las palabras cargadas de significado que san Juan XXIII pronunció

en la apertura del Concilio para indicar el camino a seguir: “En nuestro tiempo,

la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia y no empuñar las armas

de la severidad …


La Iglesia Católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico la antorcha

de la verdad católica, quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente,

llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella”.

En el mismo horizonte se colocaba también el beato Pablo VI quien, en la Conclusión

del Concilio, se expresaba de esta manera: “Queremos más bien notar cómo la religión

de nuestro Concilio ha sido principalmente la caridad…


La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio…

Una corriente de afecto y admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno.

Ha reprobado los errores, sí, porque lo exige, no menos la caridad que la verdad, pero,

para las personas, sólo invitación, respeto y amor. El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores,

en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza: sus valores no sólo han sido

respetados sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones,

purificadas y bendecidas… Otra cosa debemos destacar aún: toda esta riqueza doctrinal

se vuelca en una única dirección: servir al hombre. Al hombre en todas sus condiciones,

en todas sus debilidades, en todas sus necesidades”.

Con estos sentimientos de agradecimiento por cuanto la Iglesia ha recibido

y de responsabilidad por la tarea que nos espera, atravesaremos la Puerta Santa,

en la plena confianza de sabernos acompañados por la fuerza del Señor Resucitado

que continua sosteniendo nuestra peregrinación. El Espíritu Santo que conduce

los pasos de los creyentes para que cooperen en la obra de salvación realizada por Cristo,

sea guía y apoyo del Pueblo de Dios para ayudarlo a contemplar el rostro

de la misericordia.

5. El Año jubilar se concluirá en la solemnidad litúrgica de Jesucristo Rey del Universo,

el 20 de noviembre de 2016. En ese día, cerrando la Puerta Santa, tendremos ante todo sentimientos de gratitud y de reconocimiento hacia la Santísima Trinidad por habernos concedido un tiempo extraordinario de gracia. Encomendaremos la vida de la Iglesia,

la humanidad entera y el inmenso cosmos a la Señoría de Cristo, esperando que difunda

su misericordia como el rocío de la mañana para una fecunda historia,

todavía por construir con el compromiso de todos en el próximo futuro.


¡Cómo deseo que los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir

al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios!

A todos, creyentes y lejanos, pueda llegar el bálsamo de la misericordia como signo

del Reino de Dios que está ya presente en medio de nosotros.

6. “Es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se manifiesta

su omnipotencia”. Las palabras de santo Tomás de Aquino muestran cuánto

la misericordia divina no sea en absoluto un signo de debilidad, sino más bien

la cualidad de la omnipotencia de Dios. Es por esto que la liturgia, en una

de las colectas más antiguas, invita a orar diciendo: “Oh Dios que revelas

tu omnipotencia sobre todo en la misericordia y el perdón”. Dios será siempre

para la humanidad como Aquel que está presente, cercano, providente, santo

y misericordioso.

“Paciente y misericordioso” es el binomio que a menudo aparece en el Antiguo

Testamento para describir la naturaleza de Dios. Su ser misericordioso se constata concretamente en tantas acciones de la historia de la salvación donde su bondad prevalece por encima del castigo y la destrucción. Los Salmos, en modo particular, destacan

esta grandeza del proceder divino:


“Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus dolencias; rescata tu vida del sepulcro,

te corona de gracia y de misericordia” (103,3-4).


De una manera aún más explícita, otro Salmo testimonia los signos concretos

de su misericordia:


“Él Señor libera a los cautivos, abre los ojos de los ciegos y levanta al caído;

el Señor protege a los extranjeros y sustenta al huérfano y a la viuda; el Señor ama

a los justos y entorpece el camino de los malvados” (146,7-9).


Por último, he aquí otras expresiones del salmista:


« El Señor sana los corazones afligidos y les venda sus heridas […]

El Señor sostiene a los humildes y humilla a los malvados hasta el polvo” (147,3.6). 


Así pues, la misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta

con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven

en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata realmente

de un amor “visceral”. Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo,

natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón.

7. “Eterna es su misericordia”: es el estribillo que acompaña cada verso del Salmo 136 mientras se narra la historia de la revelación de Dios. En razón de la misericordia,

todas las vicisitudes del Antiguo Testamento están cargadas de un profundo valor salvífico. La misericordia hace de la historia de Dios con su pueblo una historia de salvación.

Repetir continuamente “Eterna es su misericordia”, como lo hace el Salmo,

parece un intento por romper el círculo del espacio y del tiempo para introducirlo todo

en el misterio eterno del amor. Es como si se quisiera decir que no solo en la historia,

sino por toda la eternidad el hombre estará siempre bajo la mirada misericordiosa

del Padre. No es casual que el pueblo de Israel haya querido integrar este Salmo,

el grande halle como es conocido, en las fiestas litúrgicas más importantes.

Antes de la Pasión Jesús oró con este Salmo de la misericordia. Lo atestigua el evangelista Mateo cuando dice que “después de haber cantado el himno” (26,30),

Jesús con sus discípulos salieron hacia el Monte de los Olivos. Mientras instituía

la Eucaristía, como memorial perenne de su él y de su Pascua, puso simbólicamente

este acto supremo de la Revelación a la luz de la misericordia.

En este mismo horizonte de la misericordia, Jesús vivió su pasión y muerte, consciente

del gran misterio del amor de Dios que se habría de cumplir en la cruz. Saber que Jesús mismo hizo oración con este Salmo, lo hace para nosotros los cristianos aún

más importante y nos compromete a incorporar este estribillo en nuestra oración

de alabanza cotidiana: “Eterna es su misericordia”.

8. Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor

de la Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha recibido del Padre ha sido

la de revelar el misterio del amor divino en plenitud. “Dios es amor” (1 Jn 4,8.16),

afirma por la primera y única vez en toda la Sagrada Escritura el evangelista Juan.

Este amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la vida de Jesús.

Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor que se dona y ofrece gratuitamente.

Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible.

Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres,

excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia.

En él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión.

Jesús, delante a la multitud de personas que lo seguían, viendo que estaban cansadas

y extenuadas, pérdidas y sin guía, sintió desde lo profundo del corazón una intensa compasión por ellas (cfr Mt 9,36). A causa de este amor compasivo curó los enfermos

que le presentaban (cfr Mt 14,14) y con pocos panes y peces calmó el hambre

de grandes muchedumbres (cfr Mt 15,37).


Lo que movía a Jesús en todas las circunstancias no era sino la misericordia,

con la cual leía el corazón de los interlocutores y respondía a sus necesidades más reales. Cuando encontró la viuda de Naim, que llevaba su único hijo al sepulcro, sintió

gran compasión por el inmenso dolor de la madre en lágrimas, y le devolvió a su hijo resucitándolo de la muerte (cfr Lc 7,15).


Después de haber liberado el endemoniado de Gerasa, le confía esta misión:

“Anuncia todo lo que el Señor te ha hecho y la misericordia que ha obrado contigo”

(Mc 5,19). También la vocación de Mateo se coloca en el horizonte de la misericordia. Pasando delante del banco de los impuestos, los ojos de Jesús se posan sobre

los de Mateo. Era una mirada cargada de misericordia que perdonaba los pecados

de aquel hombre y, venciendo la resistencia de los otros discípulos, lo escoge a él,

el pecador y publicano, para que sea uno de los Doce. San Beda el Venerable,

comentando esta escena del Evangelio, escribió que Jesús miró a Mateo con amor misericordioso y lo eligió: miserando ataque eligendo. Siempre me ha cautivado

esta expresión, tanto que quise hacerla mi propio lema.

9. En las parábolas dedicadas a la misericordia, Jesús revela la naturaleza de Dios

como la de un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado

y superado el rechazo con la compasión y la misericordia. Conocemos estas parábolas;

tres en particular: la de la oveja perdida y de la moneda extraviada, y la del padre

y los dos hijos (cfr Lc 15,1-32). En estas parábolas, Dios es presentado siempre lleno

de alegría, sobre todo cuando perdona. En ellas encontramos el núcleo del Evangelio

y de nuestra fe, porque la misericordia se muestra como la fuerza que todo vence,

que llena de amor el corazón y que consuela con el perdón.

De otra parábola, además, podemos extraer una enseñanza para nuestro estilo

de vida cristiano. Provocado por la pregunta de Pedro acerca de cuántas veces fuese necesario perdonar, Jesús responde:


“No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18,22)


y pronunció la parábola del ‘siervo despiadado’. Este, llamado por el patrón a restituir

una grande suma, lo suplica de rodillas y el patrón le condona la deuda.

Pero inmediatamente encuentra otro siervo como él que le debía unos pocos centésimos,

el cual le suplica de rodillas que tenga piedad, pero él se niega y lo hace encarcelar.

Entonces el patrón, advertido del hecho, se irrita mucho y volviendo a llamar

aquel siervo le dice: “¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo

me compadecí de ti?” (Mt 18,33). Y Jesús concluye: “Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos” (Mt 18,35).

La parábola ofrece una profunda enseñanza a cada uno de nosotros. Jesús afirma

que la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el criterio

para saber quiénes son realmente sus hijos. Así entonces, estamos llamados a vivir

de misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia.

El perdón de las ofensas deviene la expresión más evidente del amor misericordioso

y para nosotros cristianos es un imperativo del que no podemos prescindir.

¡Cómo es difícil muchas veces perdonar! Y, sin embargo, el perdón es el instrumento

puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer

el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices.


Acojamos entonces la exhortación del Apóstol:

“No permitan que la noche los sorprenda enojados” (Ef 4,26).

Y sobre todo escuchemos la palabra de Jesús que ha señalado la misericordia

como ideal de vida y como criterio de credibilidad de nuestra fe.

“Dichosos los misericordiosos, porque encontrarán misericordia” (Mt 5,7)

es la bienaventuranza en la que hay que inspirarse durante este Año Santo.

Como se puede notar, la misericordia en la Sagrada Escritura es la palabra clave

para indicar el actuar de Dios hacia nosotros. Él no se limita a afirmar su amor, sino que

lo hace visible y tangible. El amor, después de todo, nunca podrá ser una palabra abstracta. Por su misma naturaleza es vida concreta: intenciones, actitudes, comportamientos que se verifican en el vivir cotidiano. La misericordia de Dios es su responsabilidad por nosotros.

Él se siente responsable, es decir, desea nuestro bien y quiere vernos felices, colmados

de alegría y serenos. Es sobre esta misma amplitud de onda que se debe orientar

el amor misericordioso de los cristianos. Como ama el Padre, así aman los hijos.

Como Él es misericordioso, así estamos nosotros llamados a ser misericordiosos

los unos con los otros.

10. La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia.

Todo en su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige

a los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer

de misericordia. La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del amor misericordioso y compasivo. La Iglesia “vive un deseo inagotable de brindar misericordia”.


Tal vez por mucho tiempo nos hemos olvidado de indicar y de andar por la vía

de la misericordia. Por una parte, la tentación de pretender siempre y solamente justicia

ha hecho olvidar que ella es el primer paso, necesario e indispensable; la Iglesia no obstante necesita ir más lejos para alcanzar una meta más alta y más significativa.

Por otra parte, es triste constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura

se desvanece cada vez más. Incluso la palabra misma en algunos momentos parece evaporarse. Sin el testimonio del perdón, sin embargo, queda solo una vida infecunda

y estéril, como si se viviese en un desierto desolado. Ha llegado de nuevo para la Iglesia

el tiempo de encargarse del anuncio alegre del perdón. Es el tiempo de retornar

a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y dificultades de nuestros hermanos.

El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el valor para mirar

el futuro con esperanza.

11. No podemos olvidar la gran enseñanza que san Juan Pablo II ofreció en su segunda encíclica Dives in misericordia, que en su momento llegó sin ser esperada y tomó

a muchos por sorpresa en razón del tema que afrontaba. Dos pasajes en particular

quiero recordar. Ante todo, el santo Papa hacía notar el olvido del tema de la misericordia

en la cultura presente: “La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que

la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además

a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia.


La palabra y el concepto de misericordia parecen producir una cierta desazón

en el hombre, quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica,

como nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado

la tierra mucho más que en el pasado (cfr Gn 1,28). Tal dominio sobre la tierra, entendido

tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar espacio a la misericordia …

Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del mundo, muchos hombres

y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de fe se dirigen, yo diría casi espontáneamente, a la misericordia de Dios”.

Además, san Juan Pablo II motivaba con estas palabras la urgencia de anunciar

y testimoniar la misericordia en el mundo contemporáneo: “Ella está dictada por el amor

al hombre, a todo lo que es humano y que, según la intuición de gran parte

de los contemporáneos, está amenazado por un peligro inmenso.

El misterio de Cristo... me obliga al mismo tiempo a proclamar la misericordia

como amor compasivo de Dios, revelado en el mismo misterio de Cristo. Ello me obliga también a recurrir a tal misericordia y a implorarla en esta difícil, crítica fase

de la historia de la Iglesia y del mundo”.Esta enseñanza es hoy más que nunca actual

y merece ser retomada en este Año Santo. Acojamos nuevamente sus palabras:

“La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia

– el atributo más estupendo del Creador y del Redentor – y cuando acerca a los hombres

a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora”.

12. La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante

del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona.

La Esposa de Cristo hace suyo el comportamiento del Hijo de Dios que sale a encontrar

a todos, sin excluir ninguno. En nuestro tiempo, en el que la Iglesia está comprometida

en la nueva evangelización, el tema de la misericordia exige ser propuesto una vez más

con nuevo entusiasmo y con una renovada acción pastoral. Es determinante para la Iglesia

y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar

en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre.

La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega

hasta el perdón y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres.

Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre.

En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos,

en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis

de misericordia.

13. Queremos vivir este Año Jubilar a la luz de la palabra del Señor:

Misericordiosos como el Padre. El evangelista refiere la enseñanza de Jesús:

“Sed misericordiosos, como el Padre vuestro es misericordioso” (Lc 6,36).

Es un programa de vida tan comprometedor como rico de alegría y de paz. El imperativo

de Jesús se dirige a cuantos escuchan su voz (cfr Lc 6,27).

Para ser capaces de misericordia, entonces, debemos en primer lugar colocarnos

a la escucha de la Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio

para meditar la Palabra que se nos dirige. De este modo es posible contemplar

la misericordia de Dios y asumirla como propio estilo de vida.

14. La peregrinación es un signo peculiar en el Año Santo, porque es imagen

del camino que cada persona realiza en su existencia. La vida es una peregrinación

y el ser humano es viator, un peregrino que recorre su camino hasta alcanzar

la meta anhelada. También para llegar a la Puerta Santa en Roma y en cualquier

otro lugar, cada uno deberá realizar, de acuerdo con las propias fuerzas,

una peregrinación. Esto será un signo del hecho que también la misericordia

es una meta por alcanzar y que requiere compromiso y sacrificio.

La peregrinación, entonces, sea estímulo para la conversión: atravesando

la Puerta Santa nos dejaremos abrazar por la misericordia de Dios

y nos comprometeremos a ser misericordiosos con los demás como el Padre

lo es con nosotros.

El Señor Jesús indica las etapas de la peregrinación mediante la cual es posible

alcanzar esta meta:

“No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados;

perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida buena, apretada,

remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque seréis medidos

con la medida que midáis” (Lc 6,37-38).


Dice, ante todo, no juzgar y no condenar. Si no se quiere incurrir en el juicio de Dios,

nadie puede convertirse en el juez del propio hermano. Los hombres ciertamente

con sus juicios se detienen en la superficie, mientras el Padre mira el interior.

¡Cuánto mal hacen las palabras cuando están motivadas por sentimientos de celos

y envidia! Hablar mal del propio hermano en su ausencia equivale a exponerlo

al descrédito, a comprometer su reputación y a dejarlo a merced del chisme.


No juzgar y no condenar significa, en positivo, saber percibir lo que de bueno hay

en cada persona y no permitir que deba sufrir por nuestro juicio parcial y por nuestra presunción de saberlo todo. Sin embargo, esto no es todavía suficiente para manifestar la misericordia. Jesús pide también perdonar y dar. Ser instrumentos del perdón, porque hemos sido los primeros en haberlo recibido de Dios. Ser generosos con todos sabiendo que también Dios dispensa sobre nosotros su benevolencia con magnanimidad.

Así entonces, misericordiosos como el Padre es el “lema” del Año Santo.

En la misericordia tenemos la prueba de cómo Dios ama. Él da todo sí mismo,

por siempre, gratuitamente y sin pedir nada a cambio. Viene en nuestra ayuda cuando

lo invocamos. Es bello que la oración cotidiana de la Iglesia inicie con estas palabras:


“Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme” (Sal 70,2).


El auxilio que invocamos es ya el primer paso de la misericordia de Dios hacia nosotros.

Él viene a salvarnos de la condición de debilidad en la que vivimos. Y su auxilio consiste

en permitirnos captar su presencia y cercanía. Día tras día, tocados por su compasión, también nosotros llegaremos a ser compasivos con todos.

15. En este Año Santo, podremos realizar la experiencia de abrir el corazón a cuantos

viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia

el mundo moderno dramáticamente crea. ¡Cuántas situaciones de precariedad

y sufrimiento existen en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de la indiferencia

de los pueblos ricos.


En este Jubileo la Iglesia será llamada a curar aún más estas heridas, a aliviarlas

con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad

y la debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad

que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye.


Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos

y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito

de auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos, y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de nuestra amistad y de la fraternidad.

Que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera de la indiferencia

que suele reinar campante para esconder la hipocresía y el egoísmo.

Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras

de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para despertar

nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados

de la misericordia divina. La predicación de Jesús nos presenta estas obras

de misericordia para que podamos darnos cuenta si vivimos o no como discípulos suyos.


Redescubramos las obras de misericordia corporales:


dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo,

acoger al forastero, asistir los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos.


Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales:


dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra,

consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas,

rogar a Dios por los vivos y por los difuntos.

No podemos escapar a las palabras del Señor y en base a ellas seremos juzgados:

si dimos de comer al hambriento y de beber al sediento. Si acogimos al extranjero

y vestimos al desnudo. Si dedicamos tiempo para acompañar al que estaba enfermo

o prisionero (cfr Mt 25,31-45). Igualmente se nos preguntará si ayudamos a superar

la duda, que hace caer en el miedo y en ocasiones es fuente de soledad; si fuimos capaces

de vencer la ignorancia en la que viven millones de personas, sobre todo los niños

privados de la ayuda necesaria para ser rescatados de la pobreza; si fuimos capaces

de ser cercanos a quien estaba solo y afligido; si perdonamos a quien nos ofendió

y rechazamos cualquier forma de rencor o de violencia que conduce a la violencia;

si tuvimos paciencia siguiendo el ejemplo de Dios que es tan paciente con nosotros; finalmente, si encomendamos al Señor en la oración nuestros hermanos y hermanas.

En cada uno de estos “más pequeños” está presente Cristo mismo. Su carne se hace

de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga...

para que nosotros los reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado.

No olvidemos las palabras de san Juan de la Cruz:


“En el ocaso de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor”.

16. En el Evangelio de Lucas encontramos otro aspecto importante para vivir con fe

el Jubileo. El evangelista narra que Jesús, un sábado, volvió a Nazaret y, como era costumbre, entró en la Sinagoga. Lo llamaron para que leyera la Escritura y la comentara.

El paso era el del profeta Isaías donde está escrito: “El Espíritu del Señor sobre mí,

porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado

a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad

a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (61,12).

“Un año de gracia”: es esto lo que el Señor anuncia y lo que deseamos vivir.

Este Año Santo lleva consigo la riqueza de la misión de Jesús que resuena en las palabras

del Profeta: llevar una palabra y un gesto de consolación a los pobres, anunciar

la liberación a cuantos están prisioneros de las nuevas esclavitudes de la sociedad

moderna, restituir la vista a quien no puede ver más porque se ha replegado sobre

sí mismo, y volver a dar dignidad a cuantos han sido privados de ella. La predicación

de Jesús se hace de nuevo visible en las respuestas de fe que el testimonio

de los cristianos está llamado a ofrecer. Nos acompañen las palabras del Apóstol:

“El que practica misericordia, que lo haga con alegría” (Rm 12,8).

17. La Cuaresma de este Año Jubilar sea vivida con mayor intensidad, como momento

fuerte para celebrar y experimentar la misericordia de Dios.

¡Cuántas páginas de la Sagrada Escritura pueden ser meditadas en las semanas

de Cuaresma para redescubrir el rostro misericordioso del Padre! Con las palabras

del profeta Miqueas también nosotros podemos repetir:


Tú, oh Señor, eres un Dios que cancelas la iniquidad y perdonas el pecado

, que no mantienes para siempre tu cólera, pues amas la misericordia.

Tú, Señor, volverás a compadecerte de nosotros y a tener piedad de tu pueblo.

Destruirás nuestras culpas y arrojarás en el fondo del mar todos nuestros pecados

(cfr 7,18-19).

Las páginas del profeta Isaías podrán ser meditadas con mayor atención en este tiempo

de oración, ayuno y caridad: “Este es el ayuno que yo deseo: soltar las cadenas injustas, desatar los lazos del yugo, dejar en libertad a los oprimidos y romper todos los yugos; compartir tu pan con el hambriento y albergar a los pobres sin techo; cubrir

al que veas desnudo y no abandonar a tus semejantes. Entonces despuntará tu luz

como la aurora y tu herida se curará rápidamente; delante de ti avanzará tu justicia

y detrás de ti irá la gloria del Señor. Entonces llamarás, y el Señor responderá;

pedirás auxilio, y él dirá: ‘¡Aquí estoy!’. Si eliminas de ti todos los yugos,

el gesto amenazador y la palabra maligna; si partes tu pan con el hambriento

y sacias al afligido de corazón, tu luz se alzará en las tinieblas y tu oscuridad será

como al mediodía. El Señor te guiará incesantemente, te saciará en los ardores

del desierto y llenará tus huesos de vigor; tú serás como un jardín bien regado,

como una vertiente de agua, cuyas aguas nunca se agotan” (58,6-11).

La iniciativa “24 horas para el Señor”, de celebrarse durante el viernes y sábado

que anteceden el IV domingo de Cuaresma, se incremente en las Diócesis.

Muchas personas están volviendo a acercarse al sacramento de la Reconciliación

y entre ellas muchos jóvenes, quienes en una experiencia semejante suelen reencontrar

el camino para volver al Señor, para vivir un momento de intensa oración y redescubrir

el sentido de la propia vida. De nuevo ponemos convencidos en el centro el sacramento

de la Reconciliación, porque nos permite experimentar en carne propia la grandeza

de la misericordia. Será para cada penitente fuente de verdadera paz interior.

Nunca me cansaré de insistir en que los confesores sean un verdadero signo

de la misericordia del Padre. Ser confesores no se improvisa. Se llega a serlo cuando,

ante todo, nos hacemos nosotros penitentes en busca de perdón. Nunca olvidemos

que ser confesores significa participar de la misma misión de Jesús y ser signo concreto

de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva.


Cada uno de nosotros ha recibido el don del Espíritu Santo para el perdón de los pecados,

de esto somos responsables. Ninguno de nosotros es dueño del Sacramento, sino

fiel servidor del perdón de Dios. Cada confesor deberá acoger a los fieles como el padre

en la parábola del hijo pródigo: un padre que corre al encuentro del hijo no obstante

hubiese dilapidado sus bienes.


Los confesores están llamados a abrazar ese hijo arrepentido que vuelve a casa

y a manifestar la alegría por haberlo encontrado. No se cansarán de salir al encuentro también del otro hijo que se quedó afuera, incapaz de alegrarse, para explicarle que

su juicio severo es injusto y no tiene ningún sentido delante de la misericordia

del Padre que no conoce confines. No harán preguntas impertinentes, sino como

el padre de la parábola interrumpirán el discurso preparado por el hijo pródigo,

porque serán capaces de percibir en el corazón de cada penitente la invocación

de ayuda y la súplica de perdón. En fin, los confesores están llamados a ser siempre,

en todas partes, en cada situación y a pesar de todo, el signo del primado

de la misericordia.

18. Durante la Cuaresma de este Año Santo tengo la intención de enviar

los Misioneros de la Misericordia. Serán un signo de la solicitud materna de la Iglesia

por el Pueblo de Dios, para que entre en profundidad en la riqueza de este misterio

tan fundamental para la fe. Serán sacerdotes a los cuales daré la autoridad de perdonar también los pecados que están reservados a la Sede Apostólica, para que se haga

evidente la amplitud de su mandato. Serán, sobre todo, signo vivo de cómo

el Padre acoge cuantos están en busca de su perdón. Serán misioneros de la misericordia porque serán los artífices ante todos de un encuentro cargado de humanidad,

fuente de liberación, rico de responsabilidad, para superar los obstáculos y retomar

la vida nueva del Bautismo. Se dejarán conducir en su misión por las palabras del Apóstol:

“Dios sometió a todos a la desobediencia, para tener misericordia de todos” (Rm 11,32). Todos entonces, sin excluir a nadie, están llamados a percibir el llamamiento

a la misericordia. Los misioneros vivan esta llamada conscientes de poder fijar

la mirada sobre Jesús, “sumo sacerdote misericordioso y digno de fe” (Hb 2,17).

Pido a los hermanos Obispos que inviten y acojan estos Misioneros, para que sean

ante todo predicadores convincentes de la misericordia. Se organicen en las Diócesis “misiones para el pueblo” de modo que estos Misioneros sean anunciadores de la alegría

del perdón. Se les pida celebrar el sacramento de la Reconciliación para los fieles,

para que el tiempo de gracia donado en el Año jubilar permita a tantos hijos alejados encontrar el camino de regreso hacia la casa paterna. Los Pastores, especialmente

durante el tiempo fuerte de Cuaresma, sean solícitos en el invitar a los fieles

a acercarse “al trono de la gracia, a fin de obtener misericordia y alcanzar la gracia”

(Hb 4,16).

19. La palabra del perdón pueda llegar a todos y la llamada a experimentar

la misericordia no deje a ninguno indiferente. Mi invitación a la conversión se dirige

con mayor insistencia a aquellas personas que se encuentran lejanas de la gracia

de Dios debido a su conducta de vida. Pienso en modo particular a los hombres

y mujeres que pertenecen a algún grupo criminal, cualquiera que éste sea.


Por vuestro bien, os pido cambiar de vida. Os lo pido en el nombre del Hijo de Dios

que si bien combate el pecado nunca rechaza a ningún pecador.

No caigáis en la terrible trampa de pensar que la vida depende del dinero y que

ante él todo el resto se vuelve carente de valor y dignidad. Es solo una ilusión.

No llevamos el dinero con nosotros al más allá. El dinero no nos da

la verdadera felicidad. La violencia usada para amasar fortunas que escurren

sangre no convierte a nadie en poderoso ni inmortal. Para todos, tarde o temprano,

llega el juicio de Dios al cual ninguno puede escapar.

La misma llamada llegue también a todas las personas promotoras o cómplices

de corrupción. Esta llaga putrefacta de la sociedad es un grave pecado que grita

hacia el cielo pues mina desde sus fundamentos la vida personal y social. La corrupción impide mirar el futuro con esperanza porque con su prepotencia y avidez destruye

los proyectos de los débiles y oprime a los más pobres. Es un mal que se anida

en gestos cotidianos para expandirse luego en escándalos públicos. La corrupción

es una obstinación en el pecado, que pretende sustituir a Dios con la ilusión del dinero

como forma de poder. Es una obra de las tinieblas, sostenida por la sospecha

y la intriga. Corruptio optimi pessima, decía con razón san Gregorio Magno,

para indicar que ninguno puede sentirse inmune de esta tentación. Para erradicarla

de la vida personal y social son necesarias prudencia, vigilancia, lealtad, transparencia, unidas al coraje de la denuncia. Si no se la combate abiertamente, tarde o temprano

busca cómplices y destruye la existencia.

¡Este es el tiempo oportuno para cambiar de vida! Este es el tiempo para dejarse tocar

el corazón. Delante a tantos crímenes cometidos, escuchad el llanto de todas

las personas depredadas por vosotros de la vida, de la familia, de los afectos

y de la dignidad. Seguir como estáis es sólo fuente de arrogancia, de ilusión y de tristeza.

La verdadera vida es algo bien distinto de lo que ahora pensáis. El Papa os tiende la mano. Está dispuesto a escucharos. Basta solamente que acojáis la llamada a la conversión

y os sometáis a la justicia mientras la Iglesia os ofrece misericordia.

20. No será inútil en este contexto recordar la relación existente entre justicia

y misericordia. No son dos momentos contrastantes entre sí, sino un solo momento

que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor.

La justicia es un concepto fundamental para la sociedad civil cuando, normalmente,

se hace referencia a un orden jurídico a través del cual se aplica la ley. Con la justicia

se entiende también que a cada uno debe ser dado lo que le es debido. En la Biblia,

muchas veces se hace referencia a la justicia divina y a Dios como juez.


Generalmente es entendida como la observación integral de la ley y como

el comportamiento de todo buen israelita conforme a los mandamientos dados por Dios.

Esta visión, sin embargo, ha conducido no pocas veces a caer en el legalismo, falsificando

su sentido originario y oscureciendo el profundo valor que la justicia tiene. Para superar

la perspectiva legalista, sería necesario recordar que en la Sagrada Escritura

la justicia es concebida esencialmente como un abandonarse confiado

en la voluntad de Dios.

Por su parte, Jesús habla muchas veces de la importancia de la fe, más bien que

de la observancia de la ley. Es en este sentido que debemos comprender sus palabras

cuando estando a la mesa con Mateo y sus amigos dice a los fariseos que lo contestaban porque comía con los publicanos y pecadores: “Vayan y aprendan qué significa:


Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos,

sino a los pecadores” (Mt 9,13).


Ante la visión de una justicia como mera observancia de la ley que juzga, dividiendo

las personas en justos y pecadores, Jesús se inclina a mostrar el gran de don

de la misericordia que busca a los pecadores para ofrecerles el perdón y la salvación.

Se comprende porque en presencia de una perspectiva tan liberadora y fuente

de renovación, Jesús haya sido rechazado por los fariseos y por los doctores de la ley.

Estos, para ser fieles a la ley, ponían solo pesos sobre las espaldas de las persona,

pero así frustraban la misericordia del Padre. El reclamo a observar la ley no puede obstaculizar la atención por las necesidades que tocan la dignidad de las personas.

Al respecto es muy significativa la referencia que Jesús hace al profeta Oseas

– “yo quiero amor, no sacrificio”. Jesús afirma que de ahora en adelante la regla

de vida de sus discípulos deberá ser la que da el primado a la misericordia,

como Él mismo testimonia compartiendo la mesa con los pecadores. La misericordia,

una vez más, se revela como dimensión fundamental de la misión de Jesús.

Ella es un verdadero reto para sus interlocutores que se detienen en el respeto

formal de la ley. Jesús, en cambio, va más allá de la ley; su compartir con aquellos

que la ley consideraba pecadores permite comprender hasta dónde llega su misericordia.

También el Apóstol Pablo hizo un recorrido parecido. Antes de encontrar a Jesús

en el camino a Damasco, su vida estaba dedicada a perseguir de manera irreprensible

la justicia de la ley (cfr Flp 3,6). La conversión a Cristo lo condujo a ampliar su visión precedente al punto que en la carta a los Gálatas afirma:


“Hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo

y no por las obras de la Ley” (2,16).

Parece que su comprensión de la justicia ha cambiado ahora radicalmente.

Pablo pone en primer lugar la fe y no más la ley. El juicio de Dios no lo constituye

la observancia o no de la ley, sino la fe en Jesucristo, que con su muerte y resurrección

trae la salvación junto con la misericordia que justifica. La justicia de Dios

se convierte ahora en liberación para cuantos están oprimidos por la esclavitud

del pecado y sus consecuencias. La justicia de Dios es su perdón (cfr Sal 51,11-16).

21. La misericordia no es contraria a la justicia sino que expresa el comportamiento

de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse,

convertirse y creer. La experiencia del profeta Oseas viene en nuestra ayuda

para mostrarnos la superación de la justicia en dirección hacia la misericordia.

La época de este profeta se cuenta entre las más dramáticas de la historia

del pueblo hebreo. El Reino está cercano de la destrucción; el pueblo no ha permanecido

fiel a la alianza, se ha alejado de Dios y ha perdido la fe de los Padres.


Según una lógica humana, es justo que Dios piense en rechazar el pueblo infiel:

no ha observado el pacto establecido y por tanto merece la pena correspondiente,

el exilio. Las palabras del profeta lo atestiguan: “Volverá al país de Egipto, y Asur será

su rey, porque se han negado a convertirse” (Os 11,5). Y sin embargo, después

de esta reacción que apela a la justicia, el profeta modifica radicalmente su lenguaje

y revela el verdadero rostro de Dios: “Mi corazón se convulsiona dentro de mí,

y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas. No daré curso al furor de mi cólera,

no volveré a destruir a Efraín, porque soy Dios, no un hombre; el Santo en medio

de ti y no es mi deseo aniquilar” (11,8-9). San Agustín, como comentando

las palabras del profeta dice: “Es más fácil que Dios contenga la ira

que la misericordia”.

Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres

que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña

que apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla. Por esto Dios va más allá

de la justicia con la misericordia y el perdón. Esto no significa restarle valor a la justici

o hacerla superflua, al contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena.


Solo que este no es el fin, sino el inicio de la conversión, porque se experimenta

la ternura del perdón. Dios no rechaza la justicia. Él la engloba y la supera en un evento superior donde se experimenta el amor que está a la base de una verdadera justicia.

Debemos prestar mucha atención a cuanto escribe Pablo para no caer en el mismo

error que el Apóstol reprochaba a sus contemporáneos judíos:


“Desconociendo la justicia de Dios y empeñándose en establecer la suya propia,

no se sometieron a la justicia de Dios. Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación

de todo el que cree” (Rm 10,3-4).


Esta justicia de Dios es la misericordia concedida a todos como gracia en razón

de la muerte y resurrección de Jesucristo. La Cruz de Cristo, entonces,

es el juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre el mundo, porque nos ofrece

la certeza del amor y de la vida nueva.

22. El Jubileo lleva también consigo la referencia a la indulgencia.

En el Año Santo de la Misericordia ella adquiere una relevancia particular.

El perdón de Dios por nuestros pecados no conoce límites. En la muerte y resurrección

de Jesucristo, Dios hace evidente este amor que es capaz incluso de destruir

el pecado de los hombres. Dejarse reconciliar con Dios es posible por medio

del misterio pascual y de la mediación de la Iglesia. Así entonces, Dios está siempre disponible al perdón y nunca se cansa de ofrecerlo de manera siempre nueva

e inesperada. Todos nosotros, sin embargo, vivimos la experiencia del pecado.

Sabemos que estamos llamados a la perfección (cfr Mt 5,48), pero sentimos fuerte

el peso del pecado. Mientras percibimos la potencia de la gracia que nos transforma, experimentamos también la fuerza del pecado que nos condiciona. No obstante el perdón, llevamos en nuestra vida las contradicciones que son consecuencia de nuestros pecados.

En el sacramento de la Reconciliación Dios perdona los pecados, que realmente quedan cancelados; y sin embargo, la huella negativa que los pecados tienen en nuestros comportamientos y en nuestros pensamientos permanece. La misericordia de Dios

es incluso más fuerte que esto. Ella se transforma en indulgencia del Padre que a través

de la Esposa de Cristo alcanza al pecador perdonado y lo libera de todo residuo,

consecuencia del pecado, habilitándolo a obrar con caridad, a crecer en el amor

más bien que a recaer en el pecado.

La Iglesia vive la comunión de los Santos. En la Eucaristía esta comunión,

que es don de Dos, actúa como unión espiritual que nos une a los creyentes

con los Santos y los Beatos cuyo número es incalculable (cfr Ap 7,4). Su santidad viene

en ayuda de nuestra fragilidad, y así la Madre Iglesia es capaz con su oración y su vida

de encontrar la debilidad de unos con la santidad de otros. Vivir entonces la indulgencia

en el Año Santo significa acercarse a la misericordia del Padre con la certeza

que su perdón se extiende sobre toda la vida del creyente. Indulgencia es experimentar

la santidad de la Iglesia que participa a todos de los beneficios de la redención de Cristo, porque el perdón es extendido hasta las extremas consecuencias a la cual llega

el amor de Dios. Vivamos intensamente el Jubileo pidiendo al Padre el perdón

de los pecados y la dispensación de su indulgencia misericordiosa.

23. La misericordia posee un valor que sobrepasa los confines de la Iglesia.

Ella nos relaciona con el judaísmo y el Islam, que la consideran uno de los atributos

más calificativos de Dios. Israel primero que todo recibió esta revelación, que permanece

en la historia como el comienzo de una riqueza inconmensurable de ofrecer

a la entera humanidad. Como hemos visto, las páginas del Antiguo Testamento

están entretejidas de misericordia porque narran las obras que el Señor ha realizado

en favor de su pueblo en los momentos más difíciles de su historia. El Islam, por su parte, entre los nombres que le atribuye al Creador está el de Misericordioso y Clemente.

Esta invocación aparece con frecuencia en los labios de los fieles musulmanes,

que se sienten acompañados y sostenidos por la misericordia en su cotidiana debilidad. También ellos creen que nadie puede limitar la misericordia divina

porque sus puertas están siempre abiertas.

Este Año Jubilar vivido en la misericordia pueda favorecer el encuentro

con estas religiones y con las otras nobles tradiciones religiosas; nos haga más abiertos

al diálogo para conocerlas y comprendernos mejor; elimine toda forma de cerrazón

y desprecio, y aleje cualquier forma de violencia y de discriminación.

24. El pensamiento se dirige ahora a la Madre de la Misericordia.

La dulzura de su mirada nos acompañe en este Año Santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de Dios. Ninguno como María ha conocido

la profundidad el misterio de Dios hecho hombre. Todo en su vida fue plasmado

por la presencia de la misericordia hecha carne. La Madre del Crucificado Resucitado

entró en el santuario de la misericordia divina porque participó íntimamente

en el misterio de su amor.

Elegida para ser la Madre del Hijo de Dios, María estuvo preparada desde siempre

para ser Arca de la Alianza entre Dios y los hombres. Custodió en su corazón

la divina misericordia en perfecta sintonía con su Hijo Jesús. Su canto de alabanza,

en el umbral de la casa de Isabel, estuvo dedicado a la misericordia que se extiende

“de generación en generación”  (Lc 1,50). También nosotros estábamos presentes

en aquellas palabras proféticas de la Virgen María. Esto nos servirá de consolación

y de apoyo mientras atravesaremos la Puerta Santa para experimentar los frutos

de la misericordia divina.

Al pie de la cruz, María junto con Juan, el discípulo del amor, es testigo de las palabras

de perdón que salen de la boca de Jesús. El perdón supremo ofrecido a quien

lo ha crucificado nos muestra hasta dónde puede llegar la misericordia de Dios.

María atestigua que la misericordia del Hijo de Dios no conoce límites y alcanza

a todos sin excluir ninguno. Dirijamos a ella la antigua y siempre nueva oración

del Salve Regina, para que nunca se canse de volver a nosotros sus ojos misericordiosos

y nos haga dignos de contemplar el rostro de la misericordia, su Hijo Jesús.

Nuestra plegaria se extienda también a tantos Santos y Beatos que hicieron de la misericordia su misión de vida. En particular el pensamiento se dirige a la grande

apóstol de la misericordia, santa Faustina Kowalska. Ella que fue llamada a entrar

en las profundidades de la divina misericordia, interceda por nosotros y nos obtenga

vivir y caminar siempre en el perdón de Dios y en la inquebrantable

confianza en su amor.

25. Un Año Santo extraordinario, entonces, para vivir en la vida de cada día

la misericordia que desde siempre el Padre dispensa hacia nosotros.

En este Jubileo dejémonos sorprender por Dios. Él nunca se cansa de destrabar

la puerta de su corazón para repetir que nos ama y quiere compartir con nosotros

su vida. La Iglesia siente la urgencia de anunciar la misericordia de Dios.

Su vida es auténtica y creíble cuando con convicción hace de la misericordia

su anuncio. Ella sabe que la primera tarea, sobre todo en un momento como el nuestro,

lleno de grandes esperanzas y fuertes contradicciones, es la de introducir a todos

en el misterio de la misericordia de Dios, contemplando el rostro de Cristo.


La Iglesia está llamada a ser el primer testigo veraz de la misericordia, profesándola

y viviéndola como el centro de la Revelación de Jesucristo. Desde el corazón

de la Trinidad, desde la intimidad más profunda del misterio de Dios,

brota y corre sin parar el gran río de la misericordia. Esta fuente nunca podrá agotarse,

sin importar cuántos sean los que a ella se acerquen. Cada vez que alguien tendrá

necesidad podrá venir a ella, porque la misericordia de Dios no tiene fin.

Es tan insondable es la profundidad del misterio que encierra, tan inagotable

la riqueza que de ella proviene.

En este Año Jubilar la Iglesia se convierta en el eco de la Palabra de Dios

que resuena fuerte y decidida como palabra y gesto de perdón, de soporte, de ayuda,

de amor. Nunca se canse de ofrecer misericordia y sea siempre paciente en el confortar

y perdonar. La Iglesia se haga voz de cada hombre y mujer y repita con confianza

y sin descanso:

“Acuérdate, Señor, de tu misericordia y de tu amor; que son eternos” (Sal 25,6).

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de abril, Vigilia del Segundo Domingo

de Pascua o de la Divina Misericordia, del Año del Señor 2015,

tercero de mi pontificado.



































BREVE HISTORIA DE LA DEVOCION




   El 27 de diciembre de 1673, día de san Juan Apóstol,

   Margarita María de Alacoque,

   quien tenía sólo 14 meses de profesa y 26 años de edad,

   estaba como de costumbre arrodillada ante el Señor  

   en el Santísimo Sacramento, expuesto en la capilla

   del convento de La Visitación.

   Era el momento de la primera gran revelación del Señor

   a la futura santa.

   “Mi Divino Corazón –le dijo el Señor a Margarita María–

   está tan apasionado de Amor a los hombres, en particular

   hacia ti, que, no pudiendo contener en él las llamas

  de su ardiente caridad, es menester que las derrame valiéndose de ti

  y se manifieste a ellos para enriquecerlos con los preciosos dones  

  que te estoy descubriendo,los cuales contienen las gracias santificantes y saludables                 necesarias para separarles del abismo de perdición.


Te he elegido como un abismo de indignidad y de ignorancia, a fin de que seas

todo obra mía”. Desde ese instante y hasta nuestros días –en que va creciendo–

la devoción al Sagrado Corazón de Jesús no ha dejado de ganar adeptos, gente común

y sencillísima, gente encumbrada y de graves responsabilidades, todos quieren seguir

la indicación de la jaculatoria que reza así:

“Jesús, manso y humilde de Corazón, haz mi corazón semejante al tuyo”.


Se trata de una semejanza. No de una igualdad. El filósofo católico Dietrich von

Hildebrand señala que a esta oración “se aplica todo lo que sabemos sobre el sentido

de la imitación de Cristo”. Y más adelante indica que “la transformación en Cristo

que implica esta imitación consiste en hacernos santos”. Es el ethos cristiano;

la forma de ser que Dios quiere de nosotros y que santa Margarita María lo dejó dicho

de esta manera: “Como el amor hace uno a los amantes, si quieres ser amado de Jesús

has de ser manso como Él, y humilde como Él.”

             

                                              No fue hasta el 11 de junio de 1899, dentro del mes dedicado

al Sagrado Corazón, cuando un Papa,

    en este caso el Papa León XIII, consagró

           la humanidad al Sagrado Corazón de Jesús.

                                                    Unos días antes, el  25 de mayo del mismo año, había publicado

                                                     la encíclica Annum Sacrum (refiriéndose al Año Santo de 1900).                                                En ella escribió: “El Corazón divino es símbolo e imagen viva

                                         del infinito amor de Jesucristo, que nos impulsa a pagarle

                                       también con amor”. La idea de consagrar el mundo y toda

                                   la humanidad al Corazón de Jesús surgió 25 años antes,

                                              con motivo de las conmemoraciones en el segundo centenario

                                      de la canonización de santa Margarita María de Alacoque.

                                   En aquel entonces, siendo Papa Pío IX, miles de personas

                                                de toda clase y condición, incluidos obispos, solicitaban al Papa,

incesantemente, realizar una consagración de la humanidad al Sagrado Corazón.

León XIII lo hizo.

Y llegó a considerar éste como el acto más importante de su largo pontificado.

Su argumentación es sublime: “Puesto que el Sagrado Corazón es el símbolo y la imagen sensible de la caridad infinita de Jesucristo, caridad que nos impulsa a amarnos

los unos a los otros, es natural que nos consagremos a este corazón tan santo.

Obrar así es darse y unirse a Jesucristo, pues los homenajes, señales de sumisión

y de piedad que uno ofrece al divino Corazón, son referidos realmente y en propiedad

a Cristo en persona”. Cien años después, san Juan Pablo II, recordando la Consagración

de León XIII, y renovándola, escribió:


“La contemplación del Corazón de Jesús en la Eucaristía estimulará al creyente

a buscar en ese Corazón el misterio inagotable del sacerdocio de Cristo y de la Iglesia.

Le permitirá saborear, en comunión con sus hermanos y hermanas, la dulzura espiritual

de la fuente de la caridad. El ayudar a todos a redescubrir su propio Bautismo le hará

más consciente de tener que vivir su dimensión apostólica al difundir amor y participar

en la misión de evangelizar”.


De eso trata este devocionario: de que cada uno, a través de la meditación, la oración,

la reflexión y la alabanza, nos unamos a la gran tarea de la Iglesia, a la enorme tarea

que nos dejó como obligación nuestro Señor: ir y predicar desde los tejados.

¿Predicar qué? El amor del que es puramente Amor. El amor de quien subió a la cruz

para fundar nuestra esperanza. Por eso santa Margarita María nos dejó esta idea

inspirada en el amor del Corazón de Jesús:


“La cruz es en este mundo el patrimonio de los escogidos”.





 


















He aquí las promesas que hizo Jesús a Santa Margarita,

y por medio de ella a todos los devotos de su Sagrado Corazón:


1. Les daré todas las gracias necesarias a su estado.

2. Pondré paz en sus familias.

9. Les consolaré en sus penas.

4. Seré su refugio seguro durante la vida, y, sobre todo, en la hora de la muerte.

5. Derramaré abundantes bendiciones sobre todas sus empresas.

6. Bendeciré las casas en que la imagen de mi Corazón sea expuesta y venerada.

7. Los pecadores hallarán en mi Corazón la fuente, el Océano infinito de la misericordia.

8. Las almas tibias se volverán fervorosas.

9. Las almas fervorosas se elevarán a gran perfección.

10. Daré a los sacerdotes el talento de mover los corazones más empedernidos.

11. Las personas que propaguen esta devoción tendrán su nombre escrito en mi Corazón, y jamás será borrado de El.

12. Les prometo en el exceso de mi misericordia, que mi amor todopoderoso concederá

a todos aquellos que comulgaren por nueve primeros viernes consecutivos,

la gracia de la perseverancia final; no morirán sin mi gracia, ni sin la recepción

de los santos sacramentos. Mi Corazón será su seguro refugio

en aquel momento supremo.

  
   Las condiciones para ganar esta gracia son tres:

1. Recibir la Sagrada Comunión durante nueve primeros viernes de mes

de forma consecutiva y sin ninguna interrupción.

2. Tener la intención de honrar al Sagrado Corazón de Jesús y de alcanzar

la perseverancia final.

3. Ofrecer cada Sagrada Comunión como un acto de expiación por las ofensas

cometidas contra el Santísimo Sacramento.









oraciones para los nueve primeros viernes de mes

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                                 ENERO


 DOMINGO    LUNES    MARTES    MIERCOLES    JUEVES    VIERNES  SABADO 
    
                         
 1                                             3                          4                      5                      6

                           LECTURA       LECTURA       LECTURA         LECTURA      LECTURA       LECTURA   

                             LITURGIA       LITURGIA         LITURGIA             LITURGIA      LITURGIA        LITURGIA    



      7                          8                    9                            10                   11                        12                13

LECTURA            Lectura         LECTURA          LECTURA           LECTURA       LECTURA        LECTURA

LITURGIA            LITURGIA      LITURGIA         LITURGIA           LITURGIA        LITURGIA         LITURGIA






     14                        15                   16                           17                      18                      19                  20

LECTURA            LECTURA      LECTURA         LECTURA           LECTURA         LECTURA        LECTURA

LITURGIA             LITURGIA     LITURGIA          LITURGIA            LITURGIA        LITURGIA        LITURGIA






    21                           22                     23                       24                       25                    26                    27

LECTURA            LECTURA      LECTURA        LECTURA              LECTURA        LECTURA        LECTURA  

LITURGIA             LITURGIA     LITURGIA        LITURGIA              LITURGIA        LITURGIA         LITURGIA





     

       28                        29                     30                      31 

LECTURA             LECTURA     LECTURA           LECTURA

LITURGIA             LITURGIA         LITURGIA        LITURGIA













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LO QUE NOS PIDAS HAREMOS

La lectura personal, diaria, del Evangelio, nos ayuda a conocer mejor a Jesús, 
a adentrarnos en su vida, a conocer mejor nuestra propia vida,
 y preguntarnos qué es lo que Dios espera de nosotros.

Leer personalmente el Evangelio debe ser una obligación de todo cristiano. 
Una obligación de las que hago no porque me lo mandan,
 sino porque con ella me mantengo creciendo espiritualmente



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