(1526-1589)
A este San Benito se le llama de Palermo, por la ciudad en que murió, o de San Fratello o San Filadelfo
por el lugar en que nació, o también el Moro o el Negro por el color de su piel y su ascendencia africana.
De joven abrazó la vida eremítica, pero más tarde pasó a la Orden franciscana. No tenía estudios,
pero sus dotes naturales y espirituales de consejo y prudencia atraían a multitud de gente.
Aunque hermano lego, fue, no sólo cocinero, sino también guardián de su convento
y maestro de novicios.
San Benito el Moro nació en 1526 en San Fratello, antes llamado San Filadelfo, provincia de Mesina (Sicilia),
de padres cristianos, Cristóbal Manassari y Diana Larcari, descendientes de esclavos negros.
De adolescente Benito cuidaba el rebaño del patrón y desde entonces, por sus virtudes, fue llamado
el «santo moro». A los veintiún años entró en una comunidad de ermitaños, fundada en su región natal
por Jerónimo Lanza, que vivía bajo la Regla de San Francisco. Cuando los ermitaños se trasladaron
al Monte Pellegrino para vivir en mayor soledad, Benito los siguió, y a la muerte de Lanza,
fue elegido superior por sus compañeros.
En 1562 Pío IV retiró la aprobación que Julio II había dado a aquel instituto e invitó a los religiosos
a entrar en una Orden que ellos mismos escogieran. Benito escogió la Orden de los Hermanos Menores,
y entró en el convento de Santa María de Jesús, en Palermo, fundado por el Beato Mateo de Agrigento.
Luego fue enviado al convento de Santa Ana Giuliana, donde permaneció sólo tres años.
Trasladado nuevamente a Palermo, vivió allí veinticuatro años.
Al principio ejerció el oficio de cocinero con gran espíritu de sacrificio y de caridad sobrenatural.
Se le atribuyeron muchos milagros.
Se le tenía en tal aprecio que en 1578, siendo religioso no sacerdote, fue nombrado superior del convento.
Por tres años guió a su comunidad con sabiduría, prudencia y gran caridad.
Con ocasión del Capítulo provincial se trasladó a Agrigento, donde, por la fama de su santidad,
que se había difundido rápidamente, fue acogido con calurosas manifestaciones del pueblo.
Nombrado maestro de novicios, atendió a este delicado oficio de la formación de los jóvenes
con tanta santidad, que se creyó que tenía el don de escrutar los corazones.
Finalmente volvió a su primitivo oficio de cocinero. Un gran número de devotos iba a él
a consultarlo, entre los cuales también sacerdotes y teólogos, y finalmente el Virrey de Sicilia.
Para todos tenía una palabra sabia, iluminadora, que animaba siempre al bien.
Humilde y devoto, redoblaba las penitencias, ayunando y flagelándose hasta derramar sangre.
Realizó numerosas curaciones. Cuando salía del convento la gente lo rodeaba para besarle la mano,
tocarle el hábito, encomendarse a sus oraciones. Dócil instrumento de la bondad divina,
hacía inmenso bien a favor de las almas.
En 1589 enfermó gravemente y por revelación conoció el día y hora de su muerte.
Recibió los últimos sacramentos, y el 4 de abril de 1589 expiró dulcemente a la edad de 63 años,
pronunciando las palabras de Jesús moribundo: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu».
Su culto se difundió ampliamente y vino a ser el protector de los pueblos negros.
Fue canonizado por Pío VII el 24 de mayo de 1807.
Esta gloria de la Orden Franciscana, a la que tanta devoción se le tiene en España, no menos
que en Italia y hasta América, nació en un pueblecito de Mesina (Sicilia). Sus padres, esclavos manumitidos, aunque oriundos de moros, eran muy buenos cristianos. Caritativos con los pobres, fieles cumplidores
de las leyes de la Iglesia, estaban de administradores de un rico señor, que les prometió
dar libertad a sus hijos si los llegaban a tener.
Bien pronto nació Benito, negro como sus padres, pero prevenido con la gracia de Dios, porque,
desde la más tierna edad, fue aficionado a la oración y a la más austera mortificación de su cuerpo.
A los dieciséis años su padre le dio unos bueyes y un campo que labrar para su propio provecho,
ocupándose desde entonces en el pastoreo y labores agrícolas. Aunque nunca supo leer ni escribir,
siempre fue muy dado a las cosas de Dios, en las que aprovechaba con rapidez
como divinamente instruido.
Un ermitaño que le visitó un día en el campo, le profetizó su futura santidad, y le persuadió
a que le imitara en su vida ascética. Benito contaba a la sazón treinta y un años, vendió cuanto tenía,
o dio a los pobres y se retiró al desierto, llevando allí una vida más angélica que humana.
Dormía en el suelo y poco tiempo, se vistió una túnica áspera, y ayunaba perpetuamente.
Su fervorosa oración le llevó a una perfección altísima y a una comunicación íntima con Dios,
lo que pronto conocieron los vecinos de aquellos contornos, que acudían a él en busca de remedio.
Un pobre hombre le llevó unas uvas y el Santo le aceptó una pequeña ración para sus compañeros,
devolviéndole las restantes «porque eran robadas», lo que conoció milagrosamente.
Hizo algunas curas prodigiosas que le valieron la aclamación de los hombres, huyendo de la cual
se escondió en una ermita, cerca del lugar que siglos antes había hecho célebre Santa Rosalía.
Allí permaneció hasta que una disposición de la Santa Sede obligó a los ermitaños a entrar en alguna
de las Ordenes conocidas, por lo que Benito pidió ser admitido en el convento franciscano
de Santa María de Jesús de Palermo, cuyos moradores, conociendo las prendas que adornaban
al bendito ermitaño, le acogieron con los brazos abiertos.
En la vida regular aumentó, si cabe, las mortificaciones, ayunando las siete cuaresmas
de San Francisco, y dedicándose a los más penosos oficios con sus hermanos.
Su humildad profunda, su extremada caridad y celestial prudencia, indujeron a los religiosos
a elegirle Guardián, aunque era lego e iliterato, y, a pesar de resistirse con todas sus fuerzas,
le fue preciso aceptar el imperativo de la obediencia; pero la dignidad no le impidió, antes bien,
le hizo progresar más y más en el desprecio de sí mismo y en todas las virtudes.
Encargado de la reforma de su convento, la llevó a cabo con suma suavidad sin dispensar
en nada del rigor de la pobreza. Casto como un ángel e inocentísimo, captóse las voluntades
de todos, haciéndoles volar por el camino de la perfección.
Dios quiso honrarle con sus dones pródigamente. Tenía tal luz para conocer la ciencia
de las cosas divinas, que resolvía las dificultades y explicaba los lugares más oscuros d
e las Sagradas Escrituras a los hombres más doctos que iban a consultarle.
Las curaciones milagrosas, la multiplicación de los alimentos, el discernimiento de los espíritus
y penetración de los corazones, vinieron a ser en él familiares y comunes.
Unos novicios tentados de Satanás determinaron dejar el claustro. Estaba el Santo en oración
en el coro cuando supo por revelación que habían saltado las tapias del convento;
en el mismo momento se les hizo encontradizo, recriminándoles su poca fortaleza,
y los volvió al monasterio. A los pocos días consintiendo de nuevo en la tentación arrebataron
las llaves del convento y salieron de él por la noche. Ya habían andado algún trecho
cuando el Santo se les apareció de nuevo; los llevó a casa, les puso una buena penitencia,
después de su merecida represión, oró por ellos y jamás volvieron a sentir deseos de dejar la Orden.
Llegó al año sesenta y tres de su edad habiendo permanecido en la religión seráfica veintidós,
y conoció que se acercaba el momento de pasar de esta vida a la eterna. Se preparó, pues, fervorosamente
y en el día y hora por él predichos, entregó su bendito espíritu a Dios; era el 4 de abril de 1589.
Su cuerpo, que aún se conserva incorrupto en el convento de Santa María de Jesús junto a Palermo,
empezó en el acto a ser objeto de la pública veneración de los palermitanos.
Los innumerables milagros obrados por su intercesión obligaron a la Santidad de Benedictino XIV
a beatificarlo; y después de nuevos prodigios, Pío VII le colocó en el catálogo de los Santos.
Cabe destacar que San Benito tenía 63 años cuando falleció, fue hallado sin vida en la capilla
de oración ubicada en el convento de los franciscanos. Posteriormente fue velado y sepultado,
pero con el pasar del tiempo sus apariciones y milagros despertaron la curiosidad
de algunos frailes, por lo que sus restos fueron revisados y encontrados incorruptibles,
pese a que el cuerpo fue puesto directamente sobre la tierra.
Actualmente se encuentra en la Iglesia Santa María de Jesús de la ciudad de Palermo.
Arzobispo de Sevilla
(año 636)
Isidoro significa: "Regalo de la divinidad (Isis: divinidad. Doro: regalo).
Nació en Sevilla en el año 556. Era el menor de cuatro hermanos, todos los cuales fueron santos
y tres de ellos obispos. San Leandro, San Fulgencio y Santa Florentina se llamaron sus hermanos.
Su hermano mayor, San Leandro, que era obispo de Sevilla, se encargó de su educación
obteniendo que Isidoro adquiriera el hábito o costumbre de dedicar mucho tiempo a estudiar y leer,
lo cual le fue de gran provecho para toda la vida.
Al morir Leandro, lo reemplazó Isidoro como obispo de Sevilla, y duró 38 años ejerciendo aquel cargo,
con gran brillo y notables éxitos.
Isidoro fue el obispo más sabio de su tiempo en España. Poseía la mejor biblioteca de la nación.
Escribió varios libros que se hicieron famosos y fueron muy leídos por varios siglos como por ej.
Las Etimologías, que se pueden llamar el Primer Diccionario que se hizo en Europa.
También escribió La Historia de los Visigodos y biografías de hombres ilustres.
San Isidoro es como un puente entre la Edad Antigua que se acababa y la Edad Media que empezaba.
Su influencia fue muy grande en toda Europa y especialísimamente en España, y su ejemplo
llevó a muchos a dedicar sus tiempos libres al estudio y a las buenas lecturas.
Fue la figura principal en el Concilio de Toledo (año 633) del cual salieron leyes importantísimas
para toda la Iglesia de España y que contribuyeron muy fuertemente a mantener firme
la religiosidad en el país.
Se preocupaba mucho porque el clero fuera muy bien instruido y para eso se esforzó porque
en cada diócesis hubiera un colegio para preparar a los futuros sacerdotes, lo cual fue como
una preparación a los seminarios que siglos más tarde se iban a fundar en todas partes.
Dice San Ildefonso que "la facilidad de palabra era tan admirable en San Isidoro, que las multitudes
acudían de todas partes a escucharle y todos quedaban maravillados de su sabiduría y del gran bien
que se obtenía al oír sus enseñanzas".
Su amor a los pobres era inmenso, y como sus limosnas eran tan generosas, su palacio se veía
continuamente visitado por gentes necesitadas que llegaban a pedir y recibir ayudas.
De todas las ciencias la que más le agradaba y más recomendaba era el estudio de la Sagrada Biblia,
y escribió unos comentarios acerca de cada uno de los libros de la S. Biblia.
Cuando sintió que iba a morir, pidió perdón públicamente por todas las faltas de su vida pasada
y suplicó al pueblo que rogara por él a Dios. A los 80 años de edad murió, el 4 de abril del año 636.
La Santa Sede de Roma lo declaró "Doctor de la Iglesia".
san isidoro y san leandro hermanos
junto con san fulgencio y santa florentina
BASILICA DE SAN ISIDORO Y PANTEÓN REAL
ESTATUA DE SAN ISIDORO EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DE MADRID
MINISTERIO CATOLICO MISIONERO DE EVANGELIZACION
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A DONDE MANDES IREMOS . . .
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LO QUE NOS PIDAS...HAREMOS
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SOS-SOPLO DE SANTIDAD
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